estoy harta de varias cosas. en primer lugar, me enoja hasta el
paroxismo que me sigan llamando al celular para reservar canchas de
tenis, siendo que ese trabajo se acabo hace como nueve mil semanas, de
verdad no lo soporto. odio sus voces de “quiero que me atiendas ahora y
no me importa nada porque tengo plata y vacaciono en las tacas”
y mi incapacidad para mandarlos a la punta del cerro por miedo a que
llamen a mi ex-jefe y me rete y después mi mamá haga lo mismo y bla bla
blá. no sé en qué momento pensé que iba a tolerar su arrogancia. me sé
mi discurso de memoria “aló? no, es que este celular ya no está
habilitado para hacer las reservaciones, tendría que acercarse
directamente a las canchas. ya, adiós”, cerrar el celular y gritar de
rabia. no es algo tan gigante como para enojarse pero cuando esperas una
llamada importante y piensas que dentro de esos 15 llamados pelotudos
hay uno que vale la pena y al final nunca fue, te enojas a sobremanera.
cambiaría el número, pero es bien fome el trámite y me daría mucha
pereza avisarle a los que lo tienen, no. el verano se acabará y las
personas de apellidos de calles santiaguinas olvidarán este teléfono.
otra cosa que odio y que se relaciona con la época estival es algo
que me parece muy propio de provinciana, una pregunta que siempre he
querido hacer: ¿por qué los santiaguinos, cuando se van de vacaciones
dicen, “me voy a la playa” y todo el mundo parece entender su paradero
exacto? es algo que me supera. mi provincia se reduce a 30 km de Avenida
del Mar. irse a la playa es un poco como irse a la cresta, porque nadie
sabe dónde queda exactamente, pero lo utilizan como si siempre hubiesen
estado ahí. that’s it, mi descarga del mes, del verano y de este
microaño que aún no empieza como debería. mis vecinos de la casa de
atrás tienen un asado con karaoke y ya están cantando rancheras, no es
un buen momento para estar despierta.
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